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La creación del Departamento del Distrito Federal*

Arnaldo Córdova

Pues el absurdo se consumó el 28 de agosto de 1928 con la reforma a la fracción VI del artículo 73 constitucional, iniciada por el presidente electo Álvaro Obregón, y que suprimió el régimen municipal en el Distrito Federal y encomendó su gobierno directo al Ejecutivo de la nación. Es su parte relativa, se establece:

1ª. El gobierno del Distrito Federal estará a cargo del Presidente de la República, quien lo ejercerá por conducto del órgano u órganos que determine la ley.
La ley reglamentaria desginó a ese “órgano” Departamento del Distrito Federal (DDF) y a su titular “jefe”, en lugar de “gobernador”, como establecía el texto original de la Constitución. Como ha indicado Moisés Ochoa Campos, ambos cargos se parecían más a la figura del prefecto de la época del porfirismo que a un verdadero funcionario constitucional. Responsable sólo ante quien lo designa y lo remueve libremente, el presidente de la República, el jefe del Departamento del Distrito Federal aparece formalmente como un mero empleado administrativo y no como una verdadera autoridad política, dignidad de la que carece por completo. En peor condición quedaron los empleados que sustituyeron a los Ayuntamientos, los delegados, término que, como ha apuntado el mencionado Ochoa Campos, fue tomado del nombre que se daba en la Ley Orgánica del Distrito Federal y Territorios Federales que expidió Carranza el 13 de abril de 1917 a las autoridades auxiliares de los Municipios en el distrito Federal. Los delegados fueron desde el principio sólo empleados subalternos del jefe del DDF, que acordaban con éste y se limitaban a seguir las órdenes que su jefe recibía del Presidente. Difícilmente podría negarse, como puede verse, que las autoridades gubernativas del Distrito Federal, en el régimen instaurado desde 1918, se parece en mucho al régimen que está establecido en los Estados Unidos para el Distrito de Columbia a base de comisionados.

Sorprende que con la reforma de 1928 no se haya eliminado también de la lista de entidades fundadoras de la Federación que establece el artículo 43 al Distrito Federal. De hecho, es lo único que mantiene todavía el principio constitucional de que el Distrito Federal es una entidad federal, lo que le daría derecho a tener representantes de su ciudadanía en el Congreso de la Unión y un Poder Judicial propio, pero a nada más. La eliminación del régimen municipal en el Distrito Federal, por supuesto, implicó una doble transformación de la institucionalidad política de nuestra capital federal: por un lado, fue disminuida la participación política de la ciudadanía defeña, que ya no tuvo ayuntamientos municipales qué elegir y que, en adelante, hasta la reforma constitucional de 1986-1987, se vio limitada a la elección de diputados y senadores del Congreso y de presidente de la República. Por otro lado, el poder del gobierno federal se vio incrementado con la facultad de administrar directamente a la entidad capital. Desde este punto de vista, puede decirse que una de las causas, no la única pero sí una de las más decisivas, de la extraordinaria concentración del poder político y económico en nuestro país, sin duda, se debe a la existencia que se operó en 1928. Felipe Tena Ramírez, uno de nuestros más insignes tratadistas de derecho constitucional, con acierto ha puesto de relieve

la tendencia que ha prevalecido desde 57 para hacer del Distrito Federal una entidad que sobrepasa en mucho a la de ser simple asiento reservado a los poderes de la Unión […] Por ser la sede de aquellos poderes, ha sido siempre el centro de la vida política del país. Mas por su superficie, por la densidad e su población, por su riqueza artística y arquitectónica, por su vida económica y cultural, es la entidad federativa incomparablemente superior a todas las demás. Y esta entidad tan desproporcionada ha sido donada a los poderes federales acrecentando con dádiva tan importante su ya reconocida hegemonía.
El régimen interior de Delegaciones, ciertamente, se desarrolló geográficamente sobre la base de las antiguas demarcaciones municipales y sus centros de residencia fueron los antiguos rublos cabeceras de Municipios, pero la fijación de sus límites fue siempre muy arbitraria, dándose el caso de antiguos barrios que fueron partidos en dos o hasta en tres porciones, según la línea divisoria que, por lo regular, se trazaba buscando fijar la masa de territorios y de población que en abstracto debía corresponder a cada Delegación. El problema, sin embargo, no fue tan grave en la primera división delegacional que se hizo, porque gran parte del Distrito Federal era todavía rural; aunque ello mismo afectó la concentración Urbana alrededor de la Ciudad de México, de la que se quiso hacer partícipe a la mayoría de las Delegaciones. El problema se fue presentando en toda su gravedad cuando la mancha urbana se expandió incontrolablemente sobre las zonas rurales aledañas, sobrepasando y desbordando, sin orden ni concierto, las demarcaciones delegacionales. Estas, sencillamente, no sirvieron para ordenar el crecimiento de la ciudad en todos los órdenes, lo cual es tanto más notable en tanto en cuanto las delegaciones estaban concebidas, desde el principio mismo, como zonas de acción de un aparato que era exclusivamente administrativo.

La expansión de la mancha urbana, que se volvió vertiginosa a partir de la segunda mitad de los cincuenta, hizo que las Delegaciones perdieran los pocos vínculos que geográficamente tenían con los antiguos Municipios del Distrito Federal y que su carácter típicamente administrativo y burocrático se acentuara en contraste con el carácter esencialmente político de los viejos Municipios. Concebidas como circunscripciones puramente administrativas, pudo verse desde el principio que las Delegaciones jamás crearon identidades comunitarias en la población, ni social ni políticamente. Pertenecer a los antiguos pueblos de Tacuba, Tacubaya, Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco o San Ángel, sin duda tuvo un significado profundo; pero pertenecer a las ahora Delegaciones de Tlalpan, Coyoacán o Villa Gustavo A. Madero, no significa nada en absoluto para los actuales habitantes del Distrito Federal, Las Delegaciones, por lo demás, nunca fueron las mismas. En la Ley Orgánica del 31 de diciembre de 1928, el Distrito Federal se dividió en 13 Delegaciones a las que acompañaba una circunscripción denominada Ciudad de México; en la Ley del 31 de diciembre de 1941, el DF se dividió en una Ciudad de México y 12 Delegaciones, para finalmente, con la Ley del 29 de diciembre de 1970, quedar integrado por las actuales 16 Delegaciones, que son, como es bien sabido: Álvaro Obregón, Azcapotzalco, Benito Juárez, Coyoacán, Cuajimalpa de Morelos, Cuauhtémoc, Gustavo A. Madero, Iztacalco, Iztapalapa, La Magdalena Contreras, Miguel Hidalgo, Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan, Venustiano Carranza y Xochimilco.

Todo lo anterior no quiere decir, de ninguna manera, que la población del Distrito Federal no haya desarrollado formas de identidad comunitaria por su propia cuenta. Pero esas formas de identidad nada tienen que ver con las unidades administrativas en las Delegaciones ni son de carácter político institucional, como lo eran las anteriores comunidades municipales. Esas formas de identidad comunitaria existieron antes en al masa urbana de la antigua Ciudad de México y tampoco tuvieron un carácter político. Se dieron en lo que en términos sociológicos podríamos llamar una institución puramente social: el barrio, que era el continente primitivo de la cultura urbana de la Ciudad de México y que hoy revive y se reproduce sin cesar en la irrefrenable expansión de la mancha urbana. El barrio no ha impedido la degradación de la vida que imponen el aislamiento y el individualismo feroz que prohíja la gran urbe; pero ha seguido funcionando con una extraordinaria vitalidad como crisol de la cultura urbana e, incluso, de ciertas tradiciones que se conservan de antiguo o van surgiendo en la medida en que crece la gran ciudad; es, en consecuencia, un escenario ineliminable de la vida comunitaria en medio del océano urbano, que no sólo la preserva, cuando ya existe, sino que, en las nuevas condiciones, la desarrolla con viejas y nuevas potencialidad. Una muestra fehaciente de esas potencialidades, fue evidente para todo el mundo, se dio cuando padecimos la tragedia de los terremotos de septiembre de 1985. Cuando el gobierno había desaparecido por completo o era incapaz de actuar por la conmoción, el barrio se dejó ver como la forma de organización autónoma de la población, tan eficaz y creadora, que durante unos días pudo sustituir, con un éxito que nadie ha sido capaz de regatearle, la indispensable acción del gobierno.

El barrio no es la calle donde uno vive. La calle es el lugar donde unos se recluye o por donde pasa para ir a su casa. El barrio es una zona urbana de múltiples dimensiones físicas, con sus centros de reunión, sus iglesias, sus espacios culturales, sus símbolos monumentales y rincones típicos, pero sobre todo de condensaciones culturales más o menos amplias que dan unidad e identidad en el modo de vivir la vida y afrontar sus problemas. Vivir en Las Lomas o en Polanco significa sentir un ambiente físico específico y vivir un modo de vida que no se da en otros lugares. Las fiestas de San Agustín en Tlalpan o la escenificación anual del Via Crucis en Iztapalapa son acontecimientos que definen y condensan modos urbanos de vida en los que la gente tiende a identificarse en las dificultades cotidianas y en solaz. Entre más antiguo es el barrio mayor es su fortaleza cultural y su fuerza identificadora, muy a pesar de que a menudo se llena de gente nueva venida de la provincia, con nuevos usos de vida que el viejo barrio le cambia rápidamente, asimilándola sin resistencias que puedan evitarlo. Tepito, desde ese punto de vista, es un ejemplo de privilegio. La expansión urbana en la lejanía no le ha impedido conservarse y fortalecerse en sus antiguas tradiciones y en su típico modo de vida comunitaria. Es tan fuerte, tan activa y creadora la vitalidad del barrio capitalino que, incluso en los nuevos asentamientos, de inmediato produce identidades, tradiciones y valores comunitarios que se traducen en comportamientos colectivos de orden y convivencia que en otras condiciones se volverán imposibles, y la sociedad se disgregaría sin remedio. Las grandes urbes norteamericanas, en las que cada vez más predomina la ley de la selva y la disolución de los vínculos sociales, son una prueba de los dicho. Una concentración urbana de más de veinte millones de seres humanos como la que tenemos en la Zona Metropolitana de la Ciudad a de México, en las condiciones de los Estados Unidos, causaría automáticamente un cataclismo social. Lo admirable de nuestra enorme ciudad, aunque parezca increíble, es su tendencia al orden y a la estabilidad, a la cooperación espontánea para la resolución de los problemas colectivos y, ante todo, su fuerte identidad comunitaria en el continente de la vida diaria que es el barrio.

* Instituto de Estudios de la Revolución Democrática, La Democratización del Distrito Federal, México, 1992.

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